Ciudadano esotérico.

Desperté aquel día asustado. Mis venas eran de color negro, y mi piel quedaba pintada a rayas… me habían cortado todo el pelo. Rostros de gordos empresarios bañados en sangre (que no sudor) y secados en dinero rompía en mis pupilas como terremotos provocados por la ira de la razón social.

Yacía en una cama de quirófano, escuchando los latidos de mi corazón en una «máquina de esas médicas», con el pecho «aventanado» y la mente abierta, literalmente. En el techo, el símbolo del dólar pintado me hacía confirmar todas mis sospechas. Aquello era aquel mal del que todos me habían hablado, pero del que nunca he sido consciente, el capitalismo.

El líquido que me inyectaban en vena por un aparato bombeado, que funcionaba mediante suspiros humanos, era petróleo. Lo pude identificar por su olor, su textura… y por el color de los ojos (cristalino tirando a brillante) de los allí presentes cuando se disponían a pincharme con aquellas doradas agujas. Sí, doradas, el petróleo no puede ser tratado de otra manera, es como oro negro y debe ser considerado una joya pues, recuerden, está a 100 dólares el barril (más o menos).

Y el problema del ser humano debe remontarse a todo por lo que nos quejamos hoy en día, y a los males derivados; sueldos, recortes, crisis, pobreza, hambre… dinero. Allí abrí los ojos, dejé de soñar con ideas capitalistas, pues abrí la mente para mí, y no para vivir por y para el dinero.

Pero aquello era un sueño. Me resultó fácil levantarme y despedirme educadamente de aquellos psicópatas terapéuticos a los que les importa una reverenda mierda apepinada tu bienestar, y que además, solo piensan en ti como sucia mano de obra.

En la vida real, no tengo armas, no tenemos armas.

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